Ensayo

Las inútiles rosas del tiempo

Juegos frente al espejo

Jesús Morín Pereira



(Publicado en el Diario El Periódico, Maracay, el domingo 22 de diciembre de 1996)

a Krístel Guirado


Se trata de mirarse, cualquiera sea la razón de mirarse frente a ese desplazamiento figurativo que nos da nuestra propia imagen. El elemento y el exceso.

Un código que sólo entiende quien está frente a él. 

Algunos elementos, algunos vidrios, ciertos rayos de sol, producidos por la diaria tarea de hacer un nuevo reino.

Esa compleja empatía entre el cristal y nosotros, lo que volvemos a repetir: figura tras figura, pose tras pose Una especie de orfebrería dinámica del diario acontecer.

Asumimos frente al espejo ese brillo no existente, una energía desprovista de toda verdad, de toda virtud.

El cuerpo se hincha y encoge, nos mantenemos largo rato. A riesgo de que en algún momento el objeto estalle irremediablemente.

Esta condición de ser, del doble que somos, nos permite entender por qué el escritor da tantas vueltas.

Muy probablemente sea esto, el punto de partida de la estética, la búsqueda y la conexión, el conjunto. Esa ilusión de perfección, cierta figuración del hecho o para testimoniar lo escrito de forma perfecta. Que a no dudarlo es audacia escritural.

Escribir es un acto de mirar, fotografiar. Una radiografía interior que supone el oscuro del yo, probablemente no convincente, pero tangible una vez que se ha hecho verdad sobre el papel.

Escribir sustenta la casa, la iglesia y el pasado, pero por sobre todo da esa condición de movilidad sobre lo que elegimos. Es un sueño vivido: lo deseado, esa cosa común y simple que nos delata y cuyas complicaciones sobre el papel se convierten en detalles a pie de letra.

Escribir es hacer que la mano vaya en sentido contrario a lo que el cerebro automáticamente nos señala, no debe escribirse sin esa condición ordenada del desorden, debe partirse del caos.

Materializar las ideas, en el contexto de las torpezas. Escribir, si es posible, con las manos atadas y frente a un espejo hecho trizas, desconectado de toda realidad virtual, de todo parentesco posmodemo. Porque detrás de lo que viene, sólo existen duermevelas.

Mañana somos escritores del siglo pasado. O sea, si vienes es porque yo estoy, si soy es porque existimos.

Una mayéutica socrática de ser y no ser al mismo tiempo.


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Jesús Morín Pereira

Nació en Valle Morín, estado Aragua el 25 de julio de 1954. Es poeta, narrador y articulista. Es profesor de Ciencias Sociales, egresado de la UPEL-Maracay.

Ha publicado Estación desnuda (1995), Contravoces (1997), Memorias del vino (1998), Poemas de carabandal (2002), El tallo de la adelfa: crónicas del patio hacia la calle (2011).

Crónica

La Villa de San Luis Rey de Cura

Los zapatos de Van Goh

Krístel Guirado

(Publicado en el Diario El Periódico, Maracay, el domingo 11 de agosto de 1996)




Me pregunto dónde está el pueblo. Acaso en la ventana de la señorita Caridad, en sus ochenta años de peluca y asentaderas postizas. El mito de la almohada y la calva.

El pueblo también podría estar en el nunca blanco de la iglesia matriz, en el purgatorio donde reposan trozos de altar y restos de santos que arrumados esperan la prometida restauración. En el rostro perfecto de San Luis Rey.

Habita el pueblo en la casa de Boves, la casa del Santo Sepulcro. Residencia común de lo sagrado y lo profano.

Los cuadros vivos de la Peregrinación me nombran al pueblo, pero no lo encuentro.

Alguien cuenta de la existencia de tres aguas que lo cruzaban y la voz de una poeta nos recuerda la leyenda de un Toro encantado.

Los nombres de las calles y las esquinas ya no son los mismos. Las calles son la calle y todas son una. La calle, sin embargo, no es la del pueblo. Las casas ya no se heredan y en ellas ya no habita la familia. Todo luce perdido en una noche. 

Yo pienso en el pueblo que ya no existe, mientras camino entre emigrantes extranjeros y trajinados rostros urbanos que en la huida van borrando el perfil de la provincia.

Entonces, en el instante del desconocimiento, veo a Aníbal. Aníbal eterno, golpeando su cabeza contra los postes de luz, llorando a todos los muertos, desdibujando su locura en la ternura de los niños. 

Aníbal me asalta la visión cotidiana y me devuelve el pueblo entero, allí, en el mecate con el cual sostiene sus pantalones y en los zapatos de Van Goh que deja siempre olvidados en alguna de las esquinas que conforman la plaza Miranda.