La Villa de San Luis Rey de Cura
Los zapatos de Van Goh
Krístel Guirado
(Publicado en el Diario El Periódico, Maracay, el domingo 11 de agosto de 1996)
Me pregunto dónde está el pueblo. Acaso en la ventana de la señorita Caridad, en sus ochenta años de peluca y asentaderas postizas. El mito de la almohada y la calva.
El pueblo también podría estar en el nunca blanco de la iglesia matriz, en el purgatorio donde reposan trozos de altar y restos de santos que arrumados esperan la prometida restauración. En el rostro perfecto de San Luis Rey.
Habita el pueblo en la casa de Boves, la casa del Santo Sepulcro. Residencia común de lo sagrado y lo profano.
Los cuadros vivos de la Peregrinación me nombran al pueblo, pero no lo encuentro.
Alguien cuenta de la existencia de tres aguas que lo cruzaban y la voz de una poeta nos recuerda la leyenda de un Toro encantado.
Los nombres de las calles y las esquinas ya no son los mismos. Las calles son la calle y todas son una. La calle, sin embargo, no es la del pueblo. Las casas ya no se heredan y en ellas ya no habita la familia. Todo luce perdido en una noche.
Yo pienso en el pueblo que ya no existe, mientras camino entre emigrantes extranjeros y trajinados rostros urbanos que en la huida van borrando el perfil de la provincia.
Yo pienso en el pueblo que ya no existe, mientras camino entre emigrantes extranjeros y trajinados rostros urbanos que en la huida van borrando el perfil de la provincia.
Entonces, en el instante del desconocimiento, veo a Aníbal. Aníbal eterno, golpeando su cabeza contra los postes de luz, llorando a todos los muertos, desdibujando su locura en la ternura de los niños.
Aníbal me asalta la visión cotidiana y me devuelve el pueblo entero, allí, en el mecate con el cual sostiene sus pantalones y en los zapatos de Van Goh que deja siempre olvidados en alguna de las esquinas que conforman la plaza Miranda.
Aníbal me asalta la visión cotidiana y me devuelve el pueblo entero, allí, en el mecate con el cual sostiene sus pantalones y en los zapatos de Van Goh que deja siempre olvidados en alguna de las esquinas que conforman la plaza Miranda.