25/ 02/ 2013 | Categorías: Cuentos
Dejo los cuadernos sobre el mueble y lo pienso un poco. Vengo a la cocina, relleno un pan con mermelada y me sirvo la última taza de café mientras leo en un diccionario:
CEREBELO m. Anat. Parte posterior del encéfalo.
La perra, velándome, da vueltas a mi alrededor y me sigue por toda la casa. Yo, incesantemente, busco una aguja. No la encuentro. Comienzo a hurgar de nuevo, pero ahora en los sitios donde nunca hubiese esperado encontrar alguna. La casa es un verdadero desorden. Vengo a la nevera, levanto una revista y aqui está: el paquete amarillo con dos mujercitas sonrientes que mamá compró la semana pasada. Estoy recordando claramente las últimas palabras del profesor. La perra se apoya en las patas traseras haciendo equilibrio. Como recompensa le doy el pedazo de pan que me queda. La observo. Hace al comer unas muecas exageradas que me causan una vaga gracia. “Es improbable, no deja huellas…”.
He buscado en libros y enciclopedias, pero no encuentro dato alguno sobre la relación tiempo—efecto. No sé si tendré los segundos necesarios para retirar la aguja, pero debo arriesgarme. Repaso mis anotaciones del lunes, el profesor apuntaba: “En la base de lo que nosotros llamamos nuca se forma una especie de hendidura. Si apretamos la cabeza del sapo un poco hacia atrás, lograremos sentirla mejor. Ahora claven la aguja en el centro de la hendidura, exactamente en el centro, y mataremos al sapo sin causarle dolor, de forma rápida y sin dañarlo fisicamente…”.
Guardo estos libros, coloco el paquete de agujas donde lo encontré y dejo sólo la que voy a utilizar. Tomo la bolsa de pan, agarro otro y se lo doy a la perra para entretenerla. Sin pensarlo mucho, palpo entre la cabellera el orificio, me inserto la aguja y, en efecto, tengo tiempo de retirarla y lanzarla lejos.
Del libro: Tacones lejanos (La liebre libre, 1995)